Café con Morfeo


Morfeo vino silenciosamente, como de costumbre, y tocó suavemente la puerta. Abrí y lo invité a pasar. Las leyes de la hospitalidad indicaban que lo recibiera bien; así que a falta de vino (Baco me ayudó a terminarlo en su última visita), le invité una tacita de café, negro y sin azúcar, como la tinta y el buen gusto lo requieren. Sentados, él a la cabecera de mi cama y yo a los pies de la misma, conversamos de amores, música y poesía; eludiendo constantemente un tema que en su mundo carece de importancia: mundo y realidad. Conversamos mientras bebíamos el café. Al terminar la esencia negra de la taza, serví otro par y seguimos conversando. Los pasos del día desfilaron frente a nosotros mientras disfrutamos del néctar oscuro y el silencio claro. Las cansadas pisadas del reloj pasaban lejanas, despreocupadas de nuestra aromática tertulia. Varias veces vi el brazo transparente de Morfeo extender la taza vacía hacia mí y cada una de ellas, se la devolví llena. El hilo de la conversación no era cortado en ningún momento.

Nunca me di cuenta cómo, pero de pronto Morfeo se había ido, así, sin una seña ni despedida, y en su lugar se erguía un sol viejo y flagelante. Nunca llegué a entender bien tampoco qué dije que pudiera malquistarme con él, pues no volví a saber de su existencia, ni supo el café igual.

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