Sin Flautista de Hamelin
Lo primero que hice al despertar esta mañana fue prender la televisión (como buen hijo del consumismo y la tecnología y bla, bla, bla) y ¿qué vi? una rata de pelo pintado sonriéndome y guiñándome el ojo, mientras me ofrecía un papel y un lapicero que me harían feliz. Pensando aún estar adormilado, no le hice caso y fui a ducharme; una buena ducha fría aseguraría un par de ojos bien abiertos. Mientras me acostumbraba al agua helada, intentaba divisar las letritas del periódico que una rata anteojuda con las piernas cruzadas sostenía, sentada sobre el inodoro. Me duché en silencio y sospechoso, y salí como si no hubiera visto nada. Luego del desayuno, corrí hacia fuera porque se había hecho tarde (otro síntoma). Al vuelo me subí a un taxi, y dije a dónde iba. Al timón, una rata gris, con lentes oscuros, volteó y me dijo “es 10 lucas, por el tráfico, ah.” Yo, en silencio, ovillado en un rincón del taxi, asentí y miré por la ventana, intentando encontrarle sentido a esta situación curiosa, por decir lo menos.
En la calle, corrían minuciosamente, en trajes negros, vestidos cortos, pantalones largos, y especialmente zapatos, todas con zapatos, enteros, con huequitos, de tacos altos, un enjambre atolondrado de ratas, de todos los tamaños; todas mirando de reojo y suspicazmente a la nada (todos estos tipos raros como que están demasiados postmodernos, pero a quién le importa!) (sí, es verdad, solo un signo, ¡qué anglicista!) (no te olvides de los palos encima de las bolas, cuando no van solas) (digamos entonces: un signo solo). Procurando no escuchar el griterío, recurrente de todos los asientos, llegué a la oficina. La rata de la puerta se quitó el sombrero y dijo “buenos días, señor.” A mis espaldas oí una voz rasposa, más bien aguardientosa, que respondió “hola”. Viré en una, extendiéndole la mano y diciendo “bueeenosdííías”. Mi jefe estrujó mi mano con la suya, medio enclenque y peluda, mientras sus ojitos redondos me escrutaban como a su reporte del wall street cholo (como siempre, un descosido para un descosedor, qué patético!!). Al fin llegué a mi orificio, mi pequeño cubículo, donde era rey, amo y señor de todos los papeles que entraban y salían de la empresa. Mirando al piso cada vez que alguien entraba (ya no quería ver el pequeño hociquito que no dejaba de moverse como si masticara algo siempre y los ojitos, redondos y espinosos de cada ser que entraba) (ésta vez sí fue útil, al menos); me preguntaba cada vez que veía las piernas, peladas y huesudas bajo faldas, dónde era que metían la cola, larga, algo negra y nerviosa. (y ahora vas a gritar ¡galicista!, bah!, acá te paso un alto parlante). Y sacando fotocopias me la pasé hasta las 9 de la noche. Pero tuve que quedarme una hora más, el jefe dijo que quizá podría ser útil. (y yo: con la cola te agarraría del pescuezo y arrastraría por las calles) (pero hay que guardar la compostura) (y la pregunta es, ¿en qué bolsillo la metemos?, pero a guardarla pues, qué queda).
De regreso en casa, me quité la ropa agrisada y salté, aunque cansado, con nuevos bríos a mi cama (lo sé, no todos tenemos ese hábito moderno, el baño a la mañana, junto con el resto de ñ’s; a esta hora los ch k van mejor), mi mujer, sintiendo mi calor detrás de ella, movió la cola. Yo me acerqué a su cuerpo y con mis larguísimos bigotes le hice cosquillas en el felpudo cuello.
En la calle, corrían minuciosamente, en trajes negros, vestidos cortos, pantalones largos, y especialmente zapatos, todas con zapatos, enteros, con huequitos, de tacos altos, un enjambre atolondrado de ratas, de todos los tamaños; todas mirando de reojo y suspicazmente a la nada (todos estos tipos raros como que están demasiados postmodernos, pero a quién le importa!) (sí, es verdad, solo un signo, ¡qué anglicista!) (no te olvides de los palos encima de las bolas, cuando no van solas) (digamos entonces: un signo solo). Procurando no escuchar el griterío, recurrente de todos los asientos, llegué a la oficina. La rata de la puerta se quitó el sombrero y dijo “buenos días, señor.” A mis espaldas oí una voz rasposa, más bien aguardientosa, que respondió “hola”. Viré en una, extendiéndole la mano y diciendo “bueeenosdííías”. Mi jefe estrujó mi mano con la suya, medio enclenque y peluda, mientras sus ojitos redondos me escrutaban como a su reporte del wall street cholo (como siempre, un descosido para un descosedor, qué patético!!). Al fin llegué a mi orificio, mi pequeño cubículo, donde era rey, amo y señor de todos los papeles que entraban y salían de la empresa. Mirando al piso cada vez que alguien entraba (ya no quería ver el pequeño hociquito que no dejaba de moverse como si masticara algo siempre y los ojitos, redondos y espinosos de cada ser que entraba) (ésta vez sí fue útil, al menos); me preguntaba cada vez que veía las piernas, peladas y huesudas bajo faldas, dónde era que metían la cola, larga, algo negra y nerviosa. (y ahora vas a gritar ¡galicista!, bah!, acá te paso un alto parlante). Y sacando fotocopias me la pasé hasta las 9 de la noche. Pero tuve que quedarme una hora más, el jefe dijo que quizá podría ser útil. (y yo: con la cola te agarraría del pescuezo y arrastraría por las calles) (pero hay que guardar la compostura) (y la pregunta es, ¿en qué bolsillo la metemos?, pero a guardarla pues, qué queda).
De regreso en casa, me quité la ropa agrisada y salté, aunque cansado, con nuevos bríos a mi cama (lo sé, no todos tenemos ese hábito moderno, el baño a la mañana, junto con el resto de ñ’s; a esta hora los ch k van mejor), mi mujer, sintiendo mi calor detrás de ella, movió la cola. Yo me acerqué a su cuerpo y con mis larguísimos bigotes le hice cosquillas en el felpudo cuello.
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