Hasta Luego Watanabe

Es acongojante para nosotros publicar, después de aquél lleno de alegría, este post cargado de tristeza.

Aún se me hace difícil adaptarme a la idea que José Watanabe no está corpóreamente entre nosotros, aunque hace tan sólo unas horas escolté con lágrimas de flores su féretro hacia la carroza fúnebre. Mi mente sigue reproduciendo su imagen afable y su voz suave y sosegada, en un continuo flashback de momentos juntos, en lecturas, en conversaciones, o en encuentros casuales. No llegamos a tener una Amistad, con la mayúscula de la palabra; más exacto sería una de esas amistades literarias, más bien incidentales, apoyadas en el aprecio y admiración superlativas de cada uno de nosotros hacia su persona y poesía; sin embargo, por ese aprecio y admiración, por esa cercanía que los poemas generan hacia el poeta, por esa grata calidez que en su trato José emanaba, la noticia de su muerte cayó como ola gélida de incredulidad y pena en mente y alma. (Vienen a mi mente sus palabras “Ay poeta, otra vez la tentación de una inútil metáfora”)

Parece que la muerte ha estado hambrienta de buena poesía últimamente, pues el año pasado se llevó a Eielson y a Pablito, y este año regresó por Wata. Y nosotros, pobres nos quedamos casi huérfanos de palabras mayores en nuestra descuidada cultura peruana, casi huérfanos de padres y abuelos literarios, casi huérfanos de voces bondadosas que digan ‘vengan hijos, por acá, tiene piedras pero aprenderán a andar la cuesta.’ Y atónito ante la fugacidad resuenan sus palabras: “El hielo es el símbolo de la fugacidad, de algo que se deshace inevitablemente. El poeta mira y aprende.” Todos miramos las sonrisas, luego los féretros y boquiabiertos aprendemos.

Ante tal confusión desoladora, ¡qué nos queda!, refugiarnos en los fugaces momentos retenidos en nuestra memoria… pasajera, como todo, y claro correr hacia sus palabras apresadas dentro de un conjunto de hojas, no, no apresadas, conservadas como en una cajita musical, que al contacto con nuestra memoria se dan cuerda y empiezan a sonar. Volver a ese chorrito de ánima volcada en el pequeño libro que guardamos en casa.

Gracias José, por volcar tanta ánima en tan pequeño espacio. Gracias por llenarla de sabiduría. Gracias por haber habitado afablemente entre nosotros.

Aún creyendo que nos encontraremos en el parque Kennedy o en la siguiente lectura, Siempre recordaremos tu sonrisa.

La Quietud

Para Micaela

He llegado a la tortuga.
Estoy frente a ella como ante una orilla
o un lugar límite donde uno se sienta a pensar.

Sobre la tortuga,
la inacabable e inútil agilidad de los monos
que derrochan sus cuerpos
entre las ramas de un árbol, como ellos, enjaulado.

Las tortugas viven impasibles
y aparentemente
sin soñar vuelos ni arranques elásticos
del cuerpo
o del espíritu.
Y entonces prejuiciados
que a las pobres no les está permitida la pasión
y sus euforias.

Sin embargo, llegado su tiempo de celo,
que no tiene cantos ni danzas,
las siete míticas que guarda su caparazón
se encienden en silencio.
Y cuando macho y hembra
se encuentran, uno ya precipitado en el otro,
un ansia extrema
los inmoviliza,

y gozan sin meneo.


Teníamos igual fijeza, amor mío,
en el momento de nuestra pasión más alta:
el pez dorado
en el río inmóvil, la quietud
que avanza, el estado de gracia
en la caída del suicida, cállate
porque no había palabras.

Comments

Anonymous said…
de momento, os escribo desde mi humilde blog, navegando por internet y recobrando espacios literarios.

os mandé un correo. estaba buscando algo de blanca varela y encontré esta bella página.
- Berenjena - said…
a todos nos invade una tristeza terrible...

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